domingo, 27 de octubre de 2013

FRASES GUILLOTINADAS

Ya no quedan esperanzas de nada, ni fe de todo.

Julio Cortázar , Vanessa Gaytán

El living de casa es muy grande, pero de ahí a pensar que Roberto invita a menudo a sus cientos de amigos, la hace parecer pequeña.
Hay pocos muebles y eso deja mucho espacio para moverse cuando los parientes y los amigos vienen a tomar una  siesta y hacen pijamada familiar.
Yo en el sillón al lado de la lámpara y mi mujer casi siempre en la silla baja cerca de la ventana, observando lo que afuera pasa.
Mesas no hay más que una, larga y angosta, que usamos para comer los domingos, cuando se junta toda la familia.
Se puede circular cómodamente, mirar los estantes de la biblioteca y sentarse en la banqueta adosada a la  misteriosa pared negra.
Creo que Roberto iba precisamente a sentarse cuando en mitad del living miro una  cucaracha y grito y manoteo del horror.
Serían las veintidós o las veintidós y diez, Pablo y los Mounier dicen una cosa y mi mujer los contradice, como de costumbre siempre quiere tener la razón.
Serían las veintidós y cinco para no dejar de variar, íbamos tarde.
Lo que importa es que precisamente en ese momento Roberto iba a decirle algo a la señora de Cinamomo, como si fuera de ello dependiera su vida.
Había sacado un cigarrillo y se lo estaba poniendo en la boca cuando encalló y observó a la persona que se dirigía hacia él con un arma en la mano.
Todos oímos el golpe y mi mujer levantó la vista del tejido y miró a Roberto como si no pudiera ayudarlo a levantarse del suelo.
Los Mounier que estaban sentados en el suelo cerca de la chimenea aprovecharon para comenzar a cantar mientras quemaban bombones.
Yo que tenía en la mano la copa de vino,  la apreté y sin querer la quebré.
Un golpe sordo y Roberto encallado y mirándose los pies como si fuera algo tan extraño el ver a su hermano ebrio y haciendo el ridículo.
Mi mujer siempre había dicho que ahí en el medio del living podía poner una mesa de centro con un florero y hermosas flores adornando.
Pablo no, Pablo estaba seguro de que nunca iba a poder vencer sus miedos.
Por mi parte no me gusta meterme, aunque debo decir que Roberto hubiera podido muy bien intervenir para evitar tremendo problema.
Reconozco con todo que sin previo aviso es comprensible que un hombre supiera lo que una mujer quiere.
Debía ser muy raro con el cigarrillo en la boca, porque se lo sacó y lo sostuvo entre dos dedos mientras miraba a un lugar especifico sin mirarlo, se perdió en sus pensamientos.
La señora de Cinamomo no parecía haber encontrado nada más inteligente que hacer señas con las manos.
Los Mounier desde el suelo podían ver mejor y cambiaban impresiones en voz pues jugaban a imitar  como hablan sus familiares.
Parecía ser el pie izquierdo porque Roberto se echaba hacia atrás apoyándose en el pie derecho para no cargar todo su peso sobre el izquierdo y lastimarlo.
-Habría que -dijo mi mujer después de dar la ultima puntada a su tejido.
-Esperá un poco si -aconsejé yo que por principio le exigí que se fuera.
A veces todo parece tan grave y al final todo resulta tan fácil.
-Quién sabe la profundidad que puede haber en esa parte del -dijo Pablo, como si todos nosotros no tuviéramos la misma duda.
A mí siempre me ha fascinado la palabra toesas, desde que la conocí estudiando historia.
-Tire el cigarrillo, porque -sugirieron los Mounier mostrando miedo- mamá se enfada si nos atrapa fumando.

Y también balizas, escollera, bajamar, galerna, mesana y todas esas cosas con nombres extraños.
Probablemente por miedo a un incendio que no haría más que hacer cenizas las pertenencias que ha obtenido a lo largo de su vida.
No eran todavía las diez y media y Roberto podía confiar en que su hija podía llegar a casa a la hora acordada.
Pero a nadie se le iba a ocurrir acercársele con la bandeja del café, máxime cuando ya hacía mucho que lo había pedido, explotaría en contra de la persona que se le acercara con café en ese momento.
-Fragor, como si -dijo Pablo, que de todos modos era el menos afectado-no se escuchasen entre sí.
Desde donde estaban, los Mounier podían juzgar el avance de la señora Cinamomo en su tejido.
Yo creo que gritó una o dos veces, pero en esos casos es difícil saber la cantidad de veces que se grita, esa habitación tiene mucho eco.
-Habría que echarle un cabo -dije yo que en esos casos- o tal vez si la alcanzáramos el mango de una cacerola, pero está muy lejos.
Parece tan simple, pero en un living es complicado vivir solo.
-Cualquier cosa para -dijo la señora de Cinamomo, mientras- porque lo importante es hacer algo a fin de que sea lo que te guste y te haga sentir pleno.
Dijo eso, exactamente, como si nosotros fuéramos a hacer algo que no nos guste.
Ya para entonces los Mounier estaban seguros de que los dos pies tenían un don, el de bailar.
-No creo que funcionen, se ve que -dijo Pablo, que de todos nosotros era el más sensato y sabio-
Pensé que hablaba de las bombas de achicar, porque en efecto todo lo que decía me llevaba a esa conclusión.
Al final se había decidido a tirar el cigarrillo, probablemente para poder ir a hablar con su musa.
Se lo veía como un bastoncillo blanco que oscilaba y estaba a punto de romperse.
En esos casos se piensa en una gaviota, nunca en el alción que es más cruel y desalmado.
-Si ha tenido tiempo de transmitir la latitud a -dijo Pablo, como si le estuviera reclamando-
Yo pensaba en dos palabras: mensaje inalámbrico, que en estos tiempos ya no se usaba la carta ni telegramas.
A mi mujer le parecía que las rodillas estaban demasiado lastimadas para que se curasen con simple agua y alcohol.
A mí también, pero para qué alarmar cuando todavía no sabía si era cierto o no.
Tal vez telefoneando, pero si había que explicar que el motivo de la llamada era algo mas que solo escuchar su voz.
A los Mounier se les había ocurrido alcanzarle una silla aunque debía parecerles un poco lujosa para una persona tan humilde.
Con los Mounier nos conocíamos, pero no había tanta confianza como para hablar tan espontaneo y de cosas personales.
-Le llega a la cintura, y eso que -dijo Pablo, con esa manera de ser indiferente, solo como el sabia hacerlo-
Mi mujer clavó las agujas en el ovillo y me miró, tal vez porque yo hice gesto de dolor creyó que me había picado.
No era tan fácil, en primer lugar había que comprender las razones que la impulsaron a actuar así.
Todos disimulábamos para no afligir más a Roberto, aunque el notaba que mentíamos para animarlo.
Además no era cosa de que escuchara la sirvienta, porque ya se sabe que los de fuera no deben enterarse de lo que sucede dentro.
Desgraciadamente los aullidos eran cada vez más fuertes y no dejaban conciliar el sueño.
-Son los albatros, me acuerdo de una vez en -decía la señora de Cinamomo y señalaba hacia afuera, al cielo-
Unos de los Mounier empezó a hacer movimientos natatorios sin darse cuenta de que la gente lo miraba y se susurraban entre ellos.
El otro, más consciente de las cosas, opto por pedir disculpas.
Yo aprecié el gesto, porque en una casa de gente educada es raro que alguien de su clase les reciba con una sonrisa sincera.
-Uno se pregunta si no valdría más que de una vez por todas -dijo mi mujer mirando a una pareja discutiendo  en publico-
Expresaba el sentimiento unánime de una manera en que nadie nunca lo había hecho.
Pablo fue a cerrar mejor la ventana y las puertas, porque si las dejaba abiertas sabía que iría corriendo a buscarla.
Aunque se notaba que cada vez se sentía más harta y fastidiada de la vida.
La palabra sería borborigmo aunque es poco común usarla.
No es una bella palabra, aunque la sinceridad obliga a una confesión de la verdad lastimando en muchas ocasiones a las personas.
-Se diría una medusa que empieza a -murmuró la señora de Cinamomo que siempre acostumbraba a hacer comparaciones  de las personas o situaciones con animales y hechos irreales-
Un poco, sí, porque el pelo no me dejaba verle sus hermosos ojos.
Como finísimos dedos abriéndose y cerrándose con los movimientos de mímica que se hacen mientras actúa.
Mi mujer salió llevando la taza de café sobrante, y a todos nos pareció algo penoso.
Son esos gestos que uno agradece sin palabras, porque las mejores palabras de amor están entre dos gentes que no se dicen nada.
Al fin y al cabo en una casa como la nuestra en que mucha gente viene de visita nunca se puede mantener en silencio.
Nadie podrá decir que no se hace lo posible para poder conseguir lo que se quiere.



La hoguera donde arde una historia de amor quemado.

Julio Cortázar, Vanessa Gaytán


Fue el primero en acusarme de haberle sido infiel.

Sin pruebas y quizá doliéndole, pero había los “testigos” que juraban haberme visto con alguien más.
Y se sabe en un pueblo perdido entre las montañas
El tiempo pesa inmóvil y sólo cada vez que lo miro logro aligerarlo y me gusta que sea inmóvil.
Gentes que viven de telarañas, de lentas y estúpidas cucarachas que tejen marañas en los demás.
Acaso tienen corazón pero cuando hablan es como si se les saliera del pecho.
¿De qué podía acusarme si solamente habíamos tomado un café para hablar de obras de caridad?
Imposible que el mero despecho, después de aquella confusión lo haya hecho cambiar tanto.
(Tal vez la luna llena, la noche en que me llevó hasta el techo y acostados en el vimos el cielo estrellado.)
Morder en el amor no es tan extraño cuando se ha llegado a amar tanto como nosotros.
Yo había gemido, sí, y en algún momento pude golpearle, pero ello fue cuando estando enfadado sujeto mi mano y me lastimo.
Después no hablamos de eso, él parecía orgulloso de haberme lastimado y humillado, se sentía superior y mas poderoso.
Siempre parecen orgullosos si gemimos, pero entonces ya no lo hacíamos.
¿Qué memoria diferente tendrá el odio que sigue al palabrerío lleno de promesas que siempre se le olvida?
Porque en esas noches nos queríamos más que si no las hubiéramos pasado juntos en la playa.
Bajo la luna en las arenas enredados y oliendo a pescado, comenzamos a formar figuras con las estrellas.
(Lo habré mordido, sí, morder en el amor no es tan raro cuando se tiene confianza.)
Nunca me dijo nada, sólo atento a  sus gestos pude saber lo que en ese momento sentía.
Me perfumaba los senos con las yerbas que mi madre había conseguido con la curandera.
Y él, la alegría del tabaco en la barba, y tanta gente molesta con el humo que salía del tabaco y de su boca.
Nunca llovió cuando bajábamos al río, pero a veces  chispeaba un poco.
Un pañuelo blanco y negro, me lo pasaba despacio mientras quitaba la sangre de mi boca, la cual comenzó a salir después de darme un golpe con la puerta sin darme cuenta.
Nos llamábamos con nombres de animales dulces, de árboles que echan frutos deliciosos.
No había fin para ese interminable comienzo de cada día de discusiones y peleas sin sentido.
(Lo habré mordido mientras él clavado en mí me observaba con un gran  misterio en sus grandes ojos café.)
Siempre en algún momento se mezclaban nuestras voces si ambos queríamos decir un “te quiero” antes que el otro.
Podría haber durado como el cielo verde y duro encima de mis labios por siempre.
¿Por qué, si abrazados sosteníamos el mundo contra nosotros, separados no podemos hacerlo?
Hasta una noche, lo recuerdo como un clavo en la boca, en que sentí amargura y dolor.
Oh la luna en su cara, esa muerta caricia sobre una piel que antes no recibía atención por ser pálida, y ahora, es lo que la engrandece: su palidez.
¿Por qué se tambaleaba, por qué su cuerpo se vencía como sí le hubieran pegado fuerte en las piernas y fuese a caer en cualquier momento?
-¿Estás enfermo? Tiéndete al abrigo, deja que te dé un poco de calor y llama al médico.
Lo sentía temblar como de miedo o bruma y cuando me miró se sonrojo, le dio pena que yo lo mirara asustado.
Mis manos lo tejían otra vez buscando ese latido, ese tambor caliente y  esa vibra de tranquilidad que solía sentir a su lado.
Hasta el alba fui sombra fiel, y esperé que de nuevo se diera cuenta de ello, pero nunca lo hizo.
Pero vino otra luna y nos tocamos y comprendí que ya todo estaba terminado.
Y él temblaba de cólera y me arrancó la blusa como si ella me impidiera respirar.
Lo ayudé, fui su perra, lamí el látigo esperando su piedad y dejara de humillarme ya, en ese momento.
Mentí el grito y el llanto como si de verdad su carne me hirviera la sangre con solo tocarme.
(No lo mordí ya más pero gemía y suplicaba para darle la ultima mordida, la cual lo dejaría marcado de por vida, no en el cuerpo con una cicatriz, sino en la mente y el corazón por el amor que le tenía.
Pudo creer todavía, se alzó con la sonrisa del comienzo, cuando la miro a los ojos sabia que entre ellos había una segunda oportunidad, porque se amaban, y eso era suficiente.
Pero en la despedida tropezó y lo vi volverse, toda mueca y lágrima habían desaparecido, estaba pálido, no podía leer su rostro, no expresaba nada.
Sola en mi casa esperé abrazada a mis rodillas hasta que sonó el teléfono y tuve noticias de la situación.
El primero en acusarme fue quien menos lo esperaba, mi mejor amigo.
(Lo habré mordido, morder en el amor no es malo, es una manera de demostrarle que lo quiero.)
Ahora ya sé que cuando llegue la mañana en que me tenga que ir, todo será mejor.
Le faltará valor para acercar la antorcha a los leños que están a los pies de aquellos ladrones.
Lo hará otro por él mientras desde su casa enfermo, organiza y dirige el trabajo de la oficina
La ventana entornada que da sobre la plaza donde nos conocimos, y tuvimos nuestra primera cita.
Miraré hasta el final esa ventana mientras, esperare hasta ver su silueta caminando en dirección a casa, hacia mí.
Lo morderé hasta el fin, morder en el amor no es tan extraño, es algo natural entre dos personas que se quieren.


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