Ya no quedan esperanzas de nada, ni fe de todo.
Julio Cortázar , Vanessa Gaytán
El
living de casa es muy grande, pero de ahí a pensar que Roberto invita a menudo a sus cientos de amigos, la hace parecer
pequeña.
Hay
pocos muebles y eso deja mucho espacio para moverse cuando los parientes y los
amigos vienen a tomar una siesta y hacen pijamada familiar.
Yo
en el sillón al lado de la lámpara y mi mujer casi siempre en la silla baja
cerca de la ventana, observando lo que afuera
pasa.
Mesas
no hay más que una, larga y angosta, que usamos para comer los domingos, cuando se junta toda la familia.
Se
puede circular cómodamente, mirar los estantes de la biblioteca y sentarse en
la banqueta adosada a la misteriosa pared negra.
Creo
que Roberto iba precisamente a sentarse cuando en mitad del living miro una cucaracha y
grito y manoteo del horror.
Serían
las veintidós o las veintidós y diez, Pablo y los Mounier dicen una cosa y mi
mujer los contradice, como de costumbre siempre
quiere tener la razón.
Serían
las veintidós y cinco para no dejar de variar,
íbamos tarde.
Lo
que importa es que precisamente en ese momento Roberto iba a decirle algo a la
señora de Cinamomo, como si fuera de ello
dependiera su vida.
Había
sacado un cigarrillo y se lo estaba poniendo en la boca cuando encalló y
observó a la persona que se dirigía hacia él con un
arma en la mano.
Todos
oímos el golpe y mi mujer levantó la vista del tejido y miró a Roberto como si
no pudiera ayudarlo a levantarse del suelo.
Los
Mounier que estaban sentados en el suelo cerca de la chimenea aprovecharon para comenzar a cantar mientras quemaban
bombones.
Yo
que tenía en la mano la copa de vino, la apreté y sin querer la quebré.
Un
golpe sordo y Roberto encallado y mirándose los pies como si fuera algo tan extraño el ver a su hermano ebrio y haciendo el ridículo.
Mi
mujer siempre había dicho que ahí en el medio del living podía poner una mesa de centro con un florero y hermosas flores
adornando.
Pablo
no, Pablo estaba seguro de que nunca iba a poder
vencer sus miedos.
Por
mi parte no me gusta meterme, aunque debo decir que Roberto hubiera podido muy
bien intervenir para evitar tremendo problema.
Reconozco
con todo que sin previo aviso es comprensible que un hombre supiera lo que una mujer quiere.
Debía
ser muy raro con el cigarrillo en la boca, porque se lo sacó y lo sostuvo entre
dos dedos mientras miraba a un lugar especifico sin
mirarlo, se perdió en sus pensamientos.
La
señora de Cinamomo no parecía haber encontrado nada más inteligente que hacer
señas con las manos.
Los
Mounier desde el suelo podían ver mejor y cambiaban impresiones en voz pues jugaban a imitar
como hablan sus familiares.
Parecía
ser el pie izquierdo porque Roberto se echaba hacia atrás apoyándose en el pie derecho para no cargar todo su peso sobre el izquierdo
y lastimarlo.
-Habría
que -dijo mi mujer después de dar la ultima
puntada a su tejido.
-Esperá
un poco si -aconsejé yo que por principio le
exigí que se fuera.
A
veces todo parece tan grave y al final todo
resulta tan fácil.
-Quién
sabe la profundidad que puede haber en esa parte del -dijo Pablo, como si todos
nosotros no tuviéramos la misma duda.
A
mí siempre me ha fascinado la palabra toesas, desde que la conocí estudiando historia.
-Tire
el cigarrillo, porque -sugirieron los Mounier mostrando miedo- mamá se enfada si nos atrapa fumando.
Y
también balizas, escollera, bajamar, galerna, mesana y todas esas cosas con nombres extraños.
Probablemente
por miedo a un incendio que no haría más que hacer
cenizas las pertenencias que ha obtenido a lo largo de su vida.
No
eran todavía las diez y media y Roberto podía confiar en que su hija podía llegar a casa a la hora acordada.
Pero
a nadie se le iba a ocurrir acercársele con la bandeja del café, máxime cuando
ya hacía mucho que lo había pedido, explotaría en
contra de la persona que se le acercara con café en ese momento.
-Fragor,
como si -dijo Pablo, que de todos modos era el menos afectado-no se escuchasen entre sí.
Desde
donde estaban, los Mounier podían juzgar el avance de la señora Cinamomo en su tejido.
Yo
creo que gritó una o dos veces, pero en esos casos es difícil saber la cantidad de veces que se grita, esa habitación tiene
mucho eco.
-Habría
que echarle un cabo -dije yo que en esos casos- o tal vez si la alcanzáramos el
mango de una cacerola, pero está muy lejos.
Parece
tan simple, pero en un living es complicado
vivir solo.
-Cualquier
cosa para -dijo la señora de Cinamomo, mientras- porque lo importante es hacer
algo a fin de que sea lo que te guste y te haga
sentir pleno.
Dijo
eso, exactamente, como si nosotros fuéramos a
hacer algo que no nos guste.
Ya
para entonces los Mounier estaban seguros de que los dos pies tenían un don, el de bailar.
-No
creo que funcionen, se ve que -dijo Pablo, que de todos nosotros era el más
sensato y sabio-
Pensé
que hablaba de las bombas de achicar, porque en efecto todo lo que decía me llevaba a esa conclusión.
Al
final se había decidido a tirar el cigarrillo, probablemente para poder ir a hablar con su musa.
Se
lo veía como un bastoncillo blanco que oscilaba y estaba a punto de romperse.
En
esos casos se piensa en una gaviota, nunca en el alción que es más cruel y desalmado.
-Si
ha tenido tiempo de transmitir la latitud a -dijo Pablo, como si le estuviera reclamando-
Yo
pensaba en dos palabras: mensaje inalámbrico, que en estos tiempos ya no se
usaba la carta ni telegramas.
A
mi mujer le parecía que las rodillas estaban
demasiado lastimadas para que se curasen con simple agua y alcohol.
A
mí también, pero para qué alarmar cuando todavía no sabía si era cierto o no.
Tal
vez telefoneando, pero si había que explicar que el motivo de la llamada era algo mas que solo escuchar su voz.
A
los Mounier se les había ocurrido alcanzarle una silla aunque debía parecerles un poco lujosa para una persona tan humilde.
Con
los Mounier nos conocíamos, pero no había tanta confianza como para hablar tan espontaneo y de cosas personales.
-Le
llega a la cintura, y eso que -dijo Pablo, con esa manera de ser indiferente, solo como el sabia hacerlo-
Mi
mujer clavó las agujas en el ovillo y me miró, tal vez porque yo hice gesto de dolor creyó que me había picado.
No
era tan fácil, en primer lugar había que comprender las razones que la impulsaron a actuar así.
Todos
disimulábamos para no afligir más a Roberto, aunque el notaba que mentíamos para animarlo.
Además
no era cosa de que escuchara la sirvienta, porque ya se sabe que los de fuera
no deben enterarse de lo que sucede dentro.
Desgraciadamente
los aullidos eran cada vez más fuertes y no
dejaban conciliar el sueño.
-Son
los albatros, me acuerdo de una vez en -decía la señora de Cinamomo y señalaba
hacia afuera, al cielo-
Unos
de los Mounier empezó a hacer movimientos natatorios sin darse cuenta de que
la gente lo miraba y se susurraban entre ellos.
El otro, más consciente de las cosas, opto por pedir disculpas.
Yo
aprecié el gesto, porque en una casa de gente educada es raro que alguien de su clase les reciba con una sonrisa
sincera.
-Uno
se pregunta si no valdría más que de una vez por todas -dijo mi mujer mirando a
una pareja discutiendo
en publico-
Expresaba
el sentimiento unánime de una manera en que
nadie nunca lo había hecho.
Pablo
fue a cerrar mejor la ventana y las puertas, porque si las dejaba abiertas sabía que iría corriendo a buscarla.
Aunque
se notaba que cada vez se sentía más harta y
fastidiada de la vida.
La
palabra sería borborigmo aunque es poco común
usarla.
No
es una bella palabra, aunque la sinceridad obliga a una confesión de la verdad lastimando en muchas ocasiones a
las personas.
-Se
diría una medusa que empieza a -murmuró la señora de Cinamomo que siempre acostumbraba a hacer comparaciones de las personas o situaciones con animales y
hechos irreales-
Un
poco, sí, porque el pelo no me dejaba verle sus hermosos
ojos.
Como
finísimos dedos abriéndose y cerrándose con los
movimientos de mímica que se hacen mientras actúa.
Mi
mujer salió llevando la taza de café sobrante, y a todos nos pareció algo penoso.
Son
esos gestos que uno agradece sin palabras, porque las mejores palabras de amor están entre dos gentes que no se dicen nada.
Al
fin y al cabo en una casa como la nuestra en que mucha gente viene de visita nunca se puede mantener en silencio.
Nadie
podrá decir que no se hace lo posible para poder
conseguir lo que se quiere.
La hoguera donde arde una
historia de amor quemado.
Julio
Cortázar, Vanessa Gaytán
Sin pruebas y quizá
doliéndole, pero había los “testigos” que juraban haberme visto con
alguien más.
Y se sabe en un pueblo
perdido entre las montañas
El tiempo pesa inmóvil y
sólo cada vez que lo miro logro aligerarlo y me
gusta que sea inmóvil.
Gentes que viven de
telarañas, de lentas y estúpidas cucarachas que tejen
marañas en los demás.
Acaso tienen corazón pero
cuando hablan es como si se les saliera del
pecho.
¿De qué podía acusarme si
solamente habíamos tomado un café para hablar de obras de
caridad?
Imposible que el mero
despecho, después de aquella confusión lo haya hecho cambiar tanto.
(Tal vez la luna llena, la
noche en que me llevó hasta el techo y acostados en el vimos el
cielo estrellado.)
Morder en el amor no es tan
extraño cuando se ha llegado a amar tanto como nosotros.
Yo había gemido, sí, y en algún momento pude golpearle, pero ello fue cuando estando enfadado sujeto mi
mano y me lastimo.
Después no hablamos de eso,
él parecía orgulloso de haberme lastimado y humillado, se sentía
superior y mas poderoso.
Siempre parecen orgullosos
si gemimos, pero entonces ya no lo hacíamos.
¿Qué memoria diferente
tendrá el odio que sigue al palabrerío lleno de
promesas que siempre se le olvida?
Porque en esas noches nos
queríamos más que si no las hubiéramos pasado juntos en la
playa.
Bajo la luna en las arenas
enredados y oliendo a pescado, comenzamos a formar figuras con
las estrellas.
(Lo habré mordido, sí,
morder en el amor no es tan raro cuando se tiene confianza.)
Nunca me dijo nada, sólo
atento a sus gestos pude saber lo que en ese momento sentía.
Me perfumaba los senos con
las yerbas que mi madre había conseguido con la curandera.
Y él, la alegría del tabaco
en la barba, y tanta gente molesta con el humo que salía del
tabaco y de su boca.
Nunca llovió cuando
bajábamos al río, pero a veces chispeaba un poco.
Un pañuelo blanco y negro,
me lo pasaba despacio mientras quitaba la sangre de mi boca,
la cual comenzó a salir después de darme un golpe con la puerta sin darme
cuenta.
Nos llamábamos con nombres
de animales dulces, de árboles que echan frutos
deliciosos.
No había fin para ese
interminable comienzo de cada día de discusiones y
peleas sin sentido.
(Lo habré mordido mientras
él clavado en mí me observaba con un gran misterio en sus grandes ojos café.)
Siempre en algún momento se
mezclaban nuestras voces si ambos queríamos decir un “te quiero”
antes que el otro.
Podría haber durado como el
cielo verde y duro encima de mis labios por siempre.
¿Por qué, si abrazados
sosteníamos el mundo contra nosotros, separados no podemos hacerlo?
Hasta una noche, lo
recuerdo como un clavo en la boca, en que sentí amargura
y dolor.
Oh la luna en su cara, esa
muerta caricia sobre una piel que antes no recibía
atención por ser pálida, y ahora, es lo que la engrandece: su palidez.
¿Por qué se tambaleaba, por
qué su cuerpo se vencía como sí le hubieran pegado fuerte en las
piernas y fuese a caer en cualquier momento?
-¿Estás enfermo? Tiéndete
al abrigo, deja que te dé un poco de calor y llama al médico.
Lo sentía temblar como de
miedo o bruma y cuando me miró
se sonrojo, le dio pena que
yo lo mirara asustado.
Mis manos lo tejían otra
vez buscando ese latido, ese tambor caliente y esa vibra de tranquilidad que solía
sentir a su lado.
Hasta el alba fui sombra
fiel, y esperé que de nuevo se diera cuenta de ello, pero nunca lo
hizo.
Pero vino otra luna y nos
tocamos y comprendí que ya todo estaba terminado.
Y él temblaba de cólera y
me arrancó la blusa como si ella me impidiera respirar.
Lo ayudé, fui su perra,
lamí el látigo esperando su piedad y dejara de humillarme ya, en
ese momento.
Mentí el grito y el llanto
como si de verdad su carne me
hirviera la sangre con solo
tocarme.
(No lo mordí ya más pero
gemía y suplicaba para darle la
ultima mordida, la cual lo
dejaría marcado de por vida, no en el cuerpo con una cicatriz, sino en la mente
y el corazón por el amor que le tenía.
Pudo creer todavía, se alzó
con la sonrisa del comienzo, cuando la miro a los ojos
sabia que entre ellos había una segunda oportunidad, porque se amaban, y eso
era suficiente.
Pero en la despedida
tropezó y lo vi volverse, toda mueca y lágrima habían
desaparecido, estaba pálido, no podía leer su rostro, no expresaba nada.
Sola en mi casa esperé
abrazada a mis rodillas hasta
que sonó el teléfono y tuve
noticias de la situación.
El primero en acusarme fue quien menos lo esperaba, mi mejor amigo.
(Lo habré mordido, morder
en el amor no es malo, es una manera de demostrarle
que lo quiero.)
Ahora ya sé que cuando
llegue la mañana en que me tenga que ir, todo será mejor.
Le faltará valor para
acercar la antorcha a los leños que están a los pies de aquellos ladrones.
Lo hará otro por él
mientras desde su casa enfermo, organiza y dirige el trabajo de
la oficina
La ventana entornada que da
sobre la plaza donde nos conocimos, y tuvimos nuestra primera
cita.
Miraré hasta el final esa
ventana mientras, esperare hasta ver su silueta caminando
en dirección a casa, hacia mí.
Lo morderé hasta el fin,
morder en el amor no es tan extraño, es algo natural entre dos
personas que se quieren.
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