Estefanía Díaz Rivera
Ya no quedan
esperanzas de salvar
a un amigo
Julio
Cortázar - Argentina
El living de casa es muy grande, pero de
ahí a pensar que Roberto pudiera
pasar por eso.
Hay pocos muebles y eso deja mucho espacio
para moverse cuando los parientes y los amigos vienen a tomar una copa y pasar el tiempo.
Yo en el sillón al lado de la lámpara y mi
mujer casi siempre en la silla baja cerca de la chimenea.
Mesas no hay más que una, larga y angosta,
que usamos para disfrutar
de la comida.
Se puede circular cómodamente, mirar los
estantes de la biblioteca y sentarse en la banqueta adosada a la parte trasera de la casa.
Creo que Roberto iba precisamente a
sentarse cuando en mitad del living crujió la madera del piso.
Serían las veintidós o las veintidós y
diez, Pablo y los Mounier dicen una cosa y mi mujer los ve de reojo tratando de seguir
la conversación.
Serían las veintidós y cinco para no errarle, cuando todo sucedió.
Lo que importa es que precisamente en ese
momento Roberto iba a decirle algo a la señora de Cinamomo, como si fuese un secreto.
Había sacado un cigarrillo y se lo estaba
poniendo en la boca cuando encalló y se rompió la madera debajo de sus pies.
Todos oímos el golpe y mi mujer levantó la
vista del tejido y miró a Roberto como si no pudiera creer lo que estaba pasando.
Los Mounier que estaban sentados en el
suelo cerca de la chimenea se miraron estupefactos.
Yo que tenía en la mano la copa de vino casi la derramo sobre la
alfombra.
Un golpe sordo y Roberto encallado y
mirándose los pies como si fuera algo tan natural.
Mi mujer siempre había dicho que ahí en el
medio del living podía romperse
la madera.
Pablo no, Pablo estaba seguro de que nunca iba a suceder algo como aquello.
Por mi parte no me gusta meterme, aunque
debo decir que Roberto hubiera podido muy bien salir del apuro.
Reconozco con todo que sin previo aviso es
comprensible que un hombre reaccione de esa manera.
Debía ser muy raro con el cigarrillo en la
boca, porque se lo sacó y lo sostuvo entre dos dedos mientras trataba de safarse.
La señora de Cinamomo no parecía haber
encontrado nada más inteligente que hacer señas con las manos.
Los Mounier desde el suelo podían ver mejor
y cambiaban impresiones en voz baja, tratando de no inquietar mas a Roberto.
Parecía ser el pie izquierdo porque Roberto
se echaba hacia atrás apoyándose en el derecho.
-Habría que cortar la madera alrededor -dijo mi mujer después de dejar su tejido.
-Esperá un poco si logra algo Roberto -aconsejé yo que por principio sabia lo testarudo que es Roberto.
A veces todo parece tan grave y al final no es nada complicado.
-Quién sabe la profundidad que puede haber
en esa parte del living
-dijo Pablo, como si todos nosotros no conociéramos la casa.
A mí siempre me ha fascinado la palabra
toesas, desde que
tengo memoria.
-Tire el cigarrillo, porque se va a estresar más -sugirieron los Mounier mostrando un poco de más calma.
Y también balizas, escollera, bajamar,
galerna, mesana y
Probablemente por miedo a un incendio que
no haría más que producirse
en sus mentes.
No eran todavía las diez y media y Roberto
podía confiar en alguien
le llevara la cena.
Pero a nadie se le iba a ocurrir
acercársele con la bandeja del café, máxime cuando ya se le veía de tan mal humor.
-Fragor, como si fuera tan dificíl -dijo Pablo, que de todos modos era el menos inteligente.
Desde donde estaban, los Mounier podían
juzgar el avance de la
situación.
Yo creo que gritó una o dos veces, pero en
esos casos es difícil entrometerse,
conociendo de antemano el carácter de Roberto.
-Habría que echarle un cabo en medio -dije yo que en esos casos lo mejor era seguir el consejo de
mi mujer- o tal vez si la alcanzáramos el
mango de una de las
hachas del atico.
Parece tan simple, pero en un living era complicado.
-Cualquier cosa para cortar alrededor sirve-dijo la señora de Cinamomo, mientras se dirigía a mi mujer- porque lo importante es hacer algo a fin de que Roberto descanse un poco.
Dijo eso, exactamente, como si nosotros no lo estuviéramos buscando.
Ya para entonces los Mounier estaban
seguros de que los dos pies estarían dentro del hoyo.
-No creo que funcionen, se ve que ya están muy adentro-dijo Pablo, que de todos nosotros era el más histérico.
Pensé que hablaba de las bombas de achicar,
porque en efecto la pierna
de Roberto se empezó a colorear.
Al final se había decidido a tirar el
cigarrillo, probablemente para poder poner todo su empeño en salir de ahí.
Se lo veía como un bastoncillo blanco que
oscilaba y se movia
con el viento.
En esos casos se piensa en una gaviota,
nunca en el alción que es un pájaro muy hocicón.
-Si ha tenido tiempo de transmitir la
latitud al señor -dijo Pablo, como si se tratese de un juego.
Yo pensaba en dos palabras: mensaje
inalámbrico, que en estos tiempos ya no faltaba en ninguna casa.
A mi mujer le parecía que las rodillas de Roberto estaban cansadas.
A mí también, pero para qué alarmar cuando
todavía faltaba mucho
para sacarlo de ahí.
Tal vez telefoneando, pero si había que
explicar que como se
rompió la madera.
A los Mounier se les había ocurrido
alcanzarle una silla aunque debía parecerles un poco incomodo.
Con los Mounier nos conocíamos, pero no
había tanta confianza como para trabajar en conjunto.
-Le llega a la cintura, y eso que es estatura alta -dijo Pablo, con esa manera de echar a perder las cosas.
Mi mujer clavó las agujas en el ovillo y me
miró, tal vez para que yo
interviniera en el asunto.
No era tan fácil, en primer lugar había que
comprender las perdidas
que se iban a hacer.
Todos disimulábamos para no afligir más a
Roberto, aunque era
evidente que estaba muy lastimado.
Además no era cosa de que escuchara la
sirvienta, porque ya se sabe que los de fuera no son confiables.
Desgraciadamente los aullidos eran cada vez
más altos, y se
podían escuchar hasta afuera.
-Son los albatros, me acuerdo de una vez en
vacaciones que nos
molestaron al punto de no dejarnos dormir-decía
la señora de Cinamomo y señalaba hacia afuera.
Unos de los Mounier empezó a hacer
movimientos natatorios sin darse cuenta de que lo estaba viendo.
El otro, más consciente de la situación, guardo silencio.
Yo aprecié el gesto, porque en una casa de
gente educada no se
permiten los chismes y secretitos.
-Uno se pregunta si no valdría más que de
una vez por todas cortes
toda la madera -dijo mi mujer mirando a Roberto con ternura.
Expresaba el sentimiento unánime de compasión y compañerismo.
Pablo fue a cerrar mejor la ventana y las
puertas, porque si entraba
el aire frio empeoraría las cosas.
Aunque se notaba que cada vez sufría más el pobre.
La palabra sería borborigmo
No es una bella palabra, aunque la
sinceridad obliga a una persona
a ser siempre verídica.
-Se diría una medusa que empieza a salir-murmuró la señora de Cinamomo que siempre era muy imprudente.
Un poco, sí, porque el pelo de las piernas lo hacia más
difícil.
Como finísimos dedos abriéndose y
cerrándose con facilidad,
el pie de Roberto por fin pudo salir de ese hoyo.
Mi mujer salió llevando la taza de café
sobrante, y a todos nos pareció lo más prudente, después de todo lo que pasó esa noche.
Son esos gestos que uno agradece sin palabras,
porque son los que se
quedan gravados en la memoria.
Al fin y al cabo en una casa como la
nuestra en que todos
se apoyan, esos gestos siempre están presentes.
Nadie podrá decir que no se hace lo posible
para ayudar a un
amigo.
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